Tras la caída de Tenochtitlan, los sacerdotes franciscanos comenzaron sus labores evangelizadoras y educativas. Gracias a las instituciones que fundaron, los nobles mexicas que sobrevivieron a la guerra pudieron ingresar al Colegio de Santa Cruz de Tlatelolco -mismo que fue fundado en 1523- para ser cristianizados y preparados para dirigir a sus pueblos o ingresar al sacerdocio.
Los nobles indígenas aprendieron latín y español y pudieron preparar un herbario que asombró a los médicos del Viejo Mundo y auxiliaron a fray Bernardino de Sahagún en su Historia general de las cosas de Nueva España. Por desgracia, este colegio fue combatido y terminó perdiendo sus ambiciones para transformarse en una institución menor.
El afán educativo no sólo corrió por cuenta de los frailes, pues las autoridades virreinales -ante el problema social que presentaba la gente de color- también crearon instituciones educativas, tal es el caso del virrey Antonio de Mendoza, quien fundó el Colegio de Letrán para acoger a los mestizos semiabandonados de la capital novohispana y los pueblos cercanos.
En septiembre de 1551 se fundó la Universidad Real y Pontificia, la cual, gracias a una bula expedida por el papa Clemente VIII en 1597, se convirtió en Universidad Pontificia. El establecimiento de la universidad obedeció a una insistente solicitud de los criollos, que demandaban una educación superior sin tener que enviar a sus hijos a España para cursarla.
En la universidad, los estudiantes podían elegir entre distintas carreras: teología, derecho, filosofía y medicina. Los grados otorgados por esta institución eran los de bachiller, licenciado, maestro o doctor. La enseñanza en la universidad no necesariamente era acorde con los cambios que ocurrían en el mundo del pensamiento: en la medida en que se trataba de un establecimiento religioso, su interés no estuvo en la revolución copernicana, en los descubrimientos de Galileo o en las propuestas de la Ilustración; al contrario, era dogmática, aunque algunos de sus miembros -como Carlos de Sigüenza y Góngora- participaron en algunas polémicas científicas defendiendo tesis mucho más modernas que las de sus oponentes europeos, como ocurrió en el enfrentamiento que Sigüenza tuvo con Eusebio Francisco Kino acerca del efecto que provocaban los cometas en la vida de los hombres, una lucha que dio como resultado una de las obras científicas más interesantes de Nueva España: la Libra astronómica y filosófica.Las instituciones educativas novohispanas no se limitaron a las escuelas para indígenas, los establecimientos para la gente de color, los seminarios que preparaban a los sacerdotes y la universidad. Estos centros educativos -tras las reformas borbónicas- se vieron complementados con instancias dedicadas por completo al desarrollo de la ciencia y la tecnología. Tal es el caso del Colegio de Minería, donde los alumnos, de la mano de los más ilustres científicos y tecnólogos de Nueva España, comenzaron a aprender y desarrollar las artes y los saberes necesarios para mejorar y engrandecer la principal actividad económica del virreinato, al tiempo que hacían las primeras contribuciones de la colonia a la ciencia.
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